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Residencia León XIII

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Lo «natural y lógico»… Una reflexión sobre oposiciones y salud mental

Ayer comí con mi amiga Virginia.  Entre abundantes cosas de interés, me contó que su hermana preparó la oposición a Registros durante cuatro años. No se le dio mal. Vivía centrada en su estudio y disciplina mientras observaba cómo avanzaba trepidante la vida de sus amigos.  Se distanció de ellos de un modo natural y lógico, por no poder secundar las frecuentes convocatorias que lanzaban y que poco a poco se fueron desvaneciendo. Ella mantenía con firmeza el ritmo de su decisión y afrontaba el sacrificio natural y lógico que suponía su aislamiento elegido.  

Llegó el día del examen. Conocía la materia. Dominaba los temas. Estaba preparada para cantarlos ante el Tribunal. Primera bola. Primer tema. Impecable. Segunda bola. La hermana de Virginia se desplomó y no pudo continuar su prueba. Se había desmayado. No pudo con la presión. Enfrentarse a esa situación la superó. No tenía las herramientas necesarias para encarar ese momento. Suspendió, sin saber cuándo podría volver a intentarlo. Al principio mantuvo el coraje para continuar; ese contratiempo no podía desviarla de su propósito. No podía tirar esos cuatro años por la borda. Determinación, autoexigencia, disciplina férrea, voluntad inamovible, empeño, constancia sin concesiones, ansiedad. Volver a su dinámica de preparación era inexorable. ¿O no? Aquella decisión tenía algunas fisuras. La duda se colaba en sus pensamientos al juzgar su vida, sus días, el coste, la dependencia. ¿Tenía más alternativas?

Segunda bola. La hermana de Virginia se desplomó y no pudo continuar su prueba. Se había desmayado. No pudo con la presión.

Ese contratiempo, tan natural y lógico, ponía sobre la mesa ciertas cuestiones que le harían reflexionar con profundidad sobre su propósito y su futuro. Decidió abandonar: quería subirse al carro de la vida trepidante de sus amigos. Y comenzó a plantear sus decisiones de otro modo. Una vida trepidante tampoco es la panacea, ni es sinónimo de felicidad de manera automática. Pero quería intentarlo de otro modo; pasar del encierro más absoluto a la apertura a planes sociales y salto al mundo de un empleo: el desafío se hallaba en encontrar un pulso adecuado en su vida. Comprendió que ni la quietud extrema del opositor ni la aceleración constante de quienes viven deprisa podían sostenerse por sí solas; que entre ambos polos había un espacio más realista y más humano donde quizá pudiera habitar. Y fue justamente esa búsqueda —la de un ritmo propio, sereno, habitable— la que se convirtió en su verdadero examen después de la oposición.

No fue fácil, pero lo que supuso ese periodo de estudio fue de enorme riqueza para ella, y ahora también para mí, porque me ofrece la oportunidad de escribir sobre un tema que me ocupa y me preocupa: la salud mental de los más jóvenes. La hermana de Virginia, hoy en día, continúa sopesando, haciendo análisis y balance de esa etapa. Ella estima el periodo como un aprendizaje valioso para su vida. No solo en cuanto a las materias que memorizó, que le han dado una base inestimable para conseguir un trabajo jurídico interesante, sino en cuanto a la valoración de los esenciales que uno tiene que considerar en algún momento de su vida.

Cuando estudiaba la oposición, con esa dureza e intensidad, solamente estudiaba, con dureza e intensidad, como era natural y lógico. Pero al llegar el momento del examen, se daba cuenta de que le faltaban otro tipo de herramientas además de su amplia capacidad intelectual, su memorización literal, retención y repetición mecánica del temario, habilidad para acumular y recordar datos, recuperar definiciones, listas, artículos y fechas, lectura técnica, organización de la información. La hermana de Virginia sabía que reunía una larga lista de talentos mentales prodigiosos. Pero le faltaban otros muchos de contenido más práctico y de aspecto menos formal a los que prestaba poca atención: la capacidad de comprender de verdad lo que estudiaba, de interpretar matices, de conectar ideas entre sí; la flexibilidad para adaptar su pensamiento cuando algo no encajaba; la habilidad de analizar, sintetizar y razonar más allá del dato; y, sobre todo, la lucidez para regular su propio proceso de estudio, detectar cuándo estaba aprendiendo y cuándo solo repetía.

La hermana de Virginia sabía que reunía una larga lista de talentos mentales prodigiosos. Pero le faltaban otros muchos de contenido más práctico y de aspecto menos formal a los que prestaba poca atención

En el proceso de valoración de su etapa como opositora, se detuvo innumerables veces ante el momento fatídico de su desmayo ante el Tribunal.  Así fue como se dio cuenta de otros esenciales que le faltaron en aquel instante. Las famosas habilidades blandas, tan necesarias en nuestra era: nadie le había enseñado a cómo exponer, proyectar la voz, regular sus emociones, aquietar sus nervios, respirar, mirar a los ojos, sostenerse por dentro cuando todo temblaba. Nadie le había explicado cómo gestionar el miedo escénico, cómo ordenar las ideas mientras el cuerpo se aceleraba, cómo mantener la presencia y el aplomo que exige hablar ante examinadores. Descubrió entonces que aquellas carencias, invisibles en los libros y ausentes en su preparación, eran tan determinantes como cualquier artículo estudiado al detalle.

Fue entonces cuando comprendió que una oposición no se gana solo con memoria, sino con un tipo de inteligencia más amplia, crítica y consciente.

Se dio cuenta de su fragilidad, de su visión cerrada y sin propósito que la había mantenido anclada a un papel. Un papel. Solo un papel, que ni siquiera tenía una conexión práctica y auténtica con el puesto funcionarial que pretendía: durante sus años de estudio, nunca había tenido en sus manos una escritura de la propiedad real. Sucedió en su primer trabajo, después de la oposición. Quería convertirse en Registradora de la Propiedad, pero jamás tuvo uno de aquellos documentos ante sus ojos. Esto la llevó a preguntarse si aquel modo de prepararse —tan exigente como desconectado de la realidad cotidiana del oficio— era realmente natural y lógico, o si más bien reflejaba una inercia asumida durante años sin que nadie se detuviera a revisarla. Esto es una invitación a pensar si el sistema podría ofrecer un puente más claro entre lo que se estudia y lo que después se ejerce.

Sin pecar de ingenua, quiero anotar una reflexión que me brota de estos apuntes: quizá haya llegado el momento de revisar con serenidad el modo en que entendemos las oposiciones y los procesos selectivos para acceder al servicio público. En torno a este tema, desde distintos ámbitos, empiezan a escucharse preguntas y a abrirse conversaciones que invitan a repensar ciertos aspectos del sistema, no tanto para cuestionarlo, sino para comprender si sigue siendo el más adecuado para la realidad que vivimos.

Esta reflexión no resta valor en absoluto a quienes superan estos procesos, profesionales que suelen destacar por su preparación, su esfuerzo y su criterio. Pero también nos recuerda que detrás de cada opositor hay una persona que atraviesa emociones, dudas, ritmos, silencios y esfuerzos poco visibles, y que quizá sea valioso reconocer también esa parte menos académica y más vital del camino.

Empiezan a escucharse preguntas y a abrirse conversaciones que invitan a repensar ciertos aspectos del sistema, no tanto para cuestionarlo, sino para comprender si sigue siendo el más adecuado para la realidad que vivimos

Con todo ello en mente, más que hablar de cambios, tal vez baste con abrir pequeños espacios de escucha, para entender cómo vive cada uno este recorrido tan exigente. En ocasiones, una mirada amable o un acompañamiento más cercano pueden aliviar pesos que no aparecen en los temarios, pero que influyen mucho en el proceso.

Y, mientras esas conversaciones encuentran su forma, podemos empezar por algo más sencillo y profundamente humano: acompañar a quienes opositan para que no transiten este camino solos. Ayudarles a mirarse por dentro con la misma seriedad con la que miran sus temas. Cultivar la presencia, la regulación emocional, la autoconciencia y el pensamiento crítico. Ese acompañamiento —sea de un docente, un mentor, un preparador o un espacio seguro como los que propone un proyecto como Feed the Flame— puede marcar la diferencia entre estudiar para aprobar y estudiar para crecer.

Me preocupa sobremanera la salud mental de los jóvenes. En concreto, me preocupa la de los que tengo más cerca en mi día a día laboral, con quienes comparto las dependencias e instalaciones que ellos utilizan para estudiar sus oposiciones. No quisiera que sufrieran un desmayo el día de su examen. Me encantaría que pudieran abordar las oportunas reflexiones en torno a sí mismos antes de llegar a una situación así de dramática. Pero si lo tuvieran que sufrir, desearía que les sirviera de un aprendizaje tan valioso como a la hermana de Virginia. Que no tuvieran que esperar a ver lo natural y lógico en su vida como motivo de un colapso que les coloque ante un sentimiento de sinsentido de lo que han experimentado hasta el momento.

Ojalá podamos construir una cultura de preparación que cuide la mente y la vida, no solo el expediente. Una cultura que, sin renunciar a la exigencia, no deje fuera lo que sostiene a una persona en los momentos límite. Porque ninguna oposición, por alta que sea, merece costarnos la salud.

Eva Vázquez, Coordinadora Alumni, Fundación Pablo VI